viernes, 24 de junio de 2011

José Martí y el exilio

Por Delfín Leyva

En esta Cápsula Martiana presentamos ante los lectores varias expresiones del apóstol durante su permanencia en el exilio. Notaremos como según su estado de ánimo en cada momento vivido fue destacándose su pensamiento y podremos apreciar que en muchas ocasiones sus vivencias tienen una vigencia similar a las vividas por los cubanos en este largo exilio.

Martí, como muchos de nosotros, vivió la mayor parte de su vida en el exilio. En su peregrinar por América, siempre contó con el respaldo de los pueblos que visitó, sin embargo, tuvo que abandonar algunos por ser perseguido por gobiernos despóticos, como le pasó con Guzmán Blanco en Venezuela y con Rufino Barrios en Guatemala o cuando abandonó la presidencia su amigo Lerdo de Tejada en México. En Nueva York, vivió 15 años, fue allí donde encontró estabilidad económica y libertad para fundar el periódico Patria, el Partido Revolucionario Cubano, conspiran y organizan la guerra “necesaria” para liberar a su querida patria.

Algunas de sus expresiones en México fueron: “Arbusto solitario es el alma del hijo enamorado de la patria, que lejos de su amada sufre sin consuelo: manera de morirse es esta de vivir alejado de la patria”. “Hay una hora en que todo malvado es bueno: el instante en que por vez primera de su vida dice adiós a su patria. Todo lo feo se embellece: todo error se perdona: toda maldad desaparece allí. Redimen aquellas lágrimas amargas: bien saben los que las lloraron como hay algunas que quedan perpetuamente empapando y entristeciendo el corazón.

En 1888, dice: “Envejece como una nuez, quien vive lejos de su patria”. En 1892, escribe: “Es grato cuando se sale de la patria, hallar la patria en tierra ajena”. En una ocasión Martí dijo: “Importa reconocer en esta emigración una entidad moral y una base de república, de la mayor importancia, porque han vivido juntas todas las clases sociales, tal como ha de ser en Cuba de haber república verdadera”. Otros pensamientos del apóstol con relación al destierro o al exilio son estos: “Sólo cuando se está en el extranjero, se conoce lo que quiere decir patria”. “Los años que pasan lejos del suelo nativo son muy largos.” “Al árbol deportado se le ha de conservar el jugo nativo para que a la vuelta a su rincón pueda echar raíces.” En Nueva York exclamó un día: “¡Oh, patria de mi amor! ¡Tu eres bendita a través del alejamiento y la amargura!” “No hay más patria, cubanos, que aquella que se conquista con el propio esfuerzo.” “El único suelo firme en el universo es el suelo donde se nació.” “¡Oh valientes, oh errantes!”

En 1880, Martí sufrió un gran dolor al su esposa exigirle volver a Cuba. Martí nunca tuvo el apoyo de su esposa en su lucha por la libertad de la patria. Al contrario, siempre lo recriminaba por el tiempo que le dedicaba a la causa. Ella pensó que al nacer su hijo y éste tener un hogar estable, se reduciría su amor por la patria. No fue así, Martí le contestó que “visitar la casa del opresor es sancionar la opresión”, y no hubo más alternativa que la separación.

Como culminación a las expresiones del apóstol en el exilio, cerramos con broche de oro con su discurso en conmemoración al 10 de octubre. Así se pronunció en el año 1887: “¿Qué somos nosotros más que lo que nos decía esta noche un anciano respetable, qué somos nosotros más que ‘mártires vivos’? Vivimos entre sombras, y la patria que nos martiriza, nos sostiene. Desecharla es en vano; ni ¿quién quiere desecharla? Aturdidos, confusos, impotentes, los que viven lejos de la patria sólo tienen las fuerzas necesarias para servirla. Así vivimos: ¿quién de nosotros no sabe cómo vivimos? ¡Allá, no queremos ir! Cruel como es esta vida, aquélla es más cruel. ¿A qué iríamos a Cuba? ¿A oír chasquear el látigo en espaldas de hombre, en espaldas cubanas?... ¡Saludar, pedir, sonreír, dar nuestra mano, ver, a la caterva que florece sobre nuestra angustia, como las mariposas negras y amarillas que nacen del estiércol de los caminos? ¿Ver en el bochorno a los ilustres, en el desamparo a los honrados, en complicidades vergonzosas al talento? ¿Ver a un pueblo entero, a nuestro pueblo, en quien el juicio llega hoy a donde llegó ayer el valor, deshonrarse con la cobardía o el disimulo? Puñal es poco para decir lo que eso duele. ¿Ir, a tanta vergüenza? Otros pueden: ¡nosotros no podemos!''

jueves, 9 de junio de 2011

Crónica a Rafael María Mendive

Hoy, en nuestra Cápsula Martiana, les presentamos esta preciosa crónica que escribió el apóstol a su querido profesor Mendive. Fue publicada en el periódico “El Porvenir”, en Nueva York, en 1891.
Delfín Leyva



Y ¿cómo quiere que en algunas líneas diga todo lo bueno y nuevo que pudiera yo decir de aquel enamorado de la belleza, que la quería en las letras como en las cosas de la vida, y no escribió jamás sino sobre verdades de su corazón o sobre penas de la patria? De su vida de hombre yo no he de hablar, porque sabe poco de Cuba quien no sabe cómo peleó él por ella desde su juventud, con sus sonetos clandestinos y sus sátiras impresas; cómo dio en España el ejemplo, más necesario hoy que nunca, de adquirir fama en Madrid sin sacrificar la fe patriótica; cómo empleó su riqueza, más de una vez, en hermosear a su alrededor la vida, de modo que cuanto le rodeaba fuese obra de arte, y hallaran a toda hora cubierto en su mesa los cubanos fieles y los españoles generosos; cómo juntó, con el cariño que emanaba de su persona, a cuantos, desagradecidos o sinceros para con él, amaban como él la patria, y como él escribían de ella. De la Revista de La Habana nada le diré aquí; ni de su traducción de las Melodías de Tomás Moore; ni de su cariño de hijo para José de la Luz, y de hermano para Ramón Zambrana; ni de la tierna amistad que le profesaron, aún cuando las contrariedades le tenían el carácter un tanto deslucido, los hombres, jóvenes o canosos, que llevaban a Cuba en el corazón, y la veían, fiera y elegante, en aquella alma fina de poeta. ¿No recuerdo yo aquellas noches de la calle del Prado, cuando el colegio que llamó San Pablo él porque la Luz había llamado al suyo el Salvador? José de Armas y Céspedes, huyendo de la policía española, estaba escondido en el cuarto mismo de Rafael Mendive; en el patio, al pie de los plátanos, recitábamos los muchachos el soneto del “Señor Mendive” a Lersundi; en la sala, siempre vestido de dril blanco, oía él, como si conversasen en voz baja, la comedia que le fue a recitar Tomás Mendoza; o le mudaba a Francisco Sellén el verso de la elegía a Miguel Ángel donde el censor borró “De Bolívar y Washington la gloria”, y él puso, sin que el censor cayese en cuenta, “De Harmodio y Aristógiton la gloria”; o dictaba, a propósito de uno u otro Sedano, unas sextillas sobre “los pancistas” que restallaban como latigazos; o defendía de los hispanófonos, y de los literatos de enaguas, la gloria cubana que le querían quitar a la Avellaneda; o con el ingeniero Roberto Escobar y el abogado Valdés Fauli y el hacendado Cristóbal Madan y el estudiante Eugenio Entenza, seguía, de codos en el piano, la marcha de Céspedes en el mapa de Cuba; o me daba a empeñar su reloj, para prestarle seis onzas a un poeta necesitado. Y luego yo le llevé un reloj nuevo, que le compramos los discípulos, que le queríamos; y se lo di, llorando.

O de un poco antes pudiera yo hablarle, cuando lo acababan de hacer director del colegio, y él estaba de novio en sus segundas nupcias, con una casa que era toda de ángeles. Los ángeles se sentaban de noche con nosotros, bordando y cuchicheando, a oír la clase de historia que nos daba, de gusto de enseñar, Rafael Mendive; o nos oían de detrás de las persianas, cuando las expulsaban por traviesas, lo que,-ante el tribunal de Valdés Fauli, y Domingo Arosarena, y Julio Ibarra, y el conde de Pozos Dulces, y Luis Victoriano Betancourt,-teníamos que decir sobre “el funesto Alcibiades” o “el magnánimo Artajerjes” o “los sublimes Gracos”. Era maravilloso,-y esto lo dice quien no usa en vano la palabra maravilla,-aquel poder de entendimiento con que, de una ojeada, sorprendía Mendive lo real de un carácter; o cómo, sin saber de ciencias mucho, se sentaba a hablarnos de fuerzas en la clase de física, cuando no venía el pobre Manuel Sellén,-y nos embelesaba. De tarde, antes de que llegasen sus amigos, dictaba a un tierno amanuense las escenas de su drama inédito La nube negra, o capítulos de su novela de la sociedad habanera, donde están, como flagelados con rosas, pero de modo que se les ve pestañear y urdir, los héroes de la tocineta y del chisme y del falso dandismo.

¿Se lo pintaré preso, en un calabozo del castillo del Príncipe, servido por su Micaela fiel, y sus hijos, y sus discípulos; o en Santander, donde los españoles lo recibieron con palmas y banquetes?; ¿o en New York, adonde vino escapado de España, para correr la suerte de los cubanos, y celebrar en su verso alado y caluroso al héroe que caía en el campo de pelea y al español bueno que no había querido alzarse contra la tierra que le dio el pan, y a quien dio hijos?; ¿o en Nassau, vestido de blanco como en Cuba, malhumorado y silencioso, hasta que, a la voz de Víctor Hugo, se alzó, fusta en mano, contra “Los dormidos”?; ¿o en Cuba, después de la tregua, cuando respondía a un discípulo ansioso: “¿Y crees tú que si, por diez años a lo menos, hubiese alguna esperanza, estaría yo aquí?” ¿A qué volver a decir lo que saben todos, ni pensar en que los diez años han pasado? Prefiero recordarlo, a solas, en los largos paseos del colgadizo, cuando, callada la casa, de la luz de la noche y el ruido de las hojas fabricaba su verso; o cuando, hablando de los que cayeron en el cadalso cubano, se alzaba airado del sillón, y le temblaba la barba.