viernes, 9 de julio de 2010

Anécdotas sobre el apóstol


El periodista y político español, Julio Burell (1859-1921),
nos cuenta sobre una conversación que tuvo con nuestro apóstol.


–¿Usted es cubano? –le pregunté una noche.
–Cubano, sí señor.

Y hablamos de la guerra, en aquellos días terminada por la Paz del Zanjón. Enredadas las palabras, fueron saliendo de los pensamientos. Su expresión era pausada, débil la voz; los ojos de mirar tranquilo y profundo. Sin levantar la voz, pero muy brillantes los ojos, díjome con firmeza.

–Sí, soy separatista.

Y me habló de su alma española; de sus gustos españoles; de su amor por aquellos libros que en la destartalada biblioteca infundían en su espíritu el espíritu de España.

–“Pero España está aquí y España no está en Cuba. Allí, yo que entre ustedes soy un igual, un compañero y un amigo, no seré sino un extranjero; viviré en tutela, sometido, sospechado, con todas las puertas cerradas a mi derecho si pido justicia, a mi ambición, si legítimamente quiero ser ambicioso.”

Quien así me hablaba llamábase José Martí; y pasó por el Ateneo sin dejar recuerdos ni huellas. [...] Aquel muchacho endeble y obscuro, que, hablando en voz baja, con la mirada intensa y brillante, exclama en los pasillos del Ateneo “¡Soy separatista!” representa para España un ejército de doscientos mil hombres destrozado, dos escuadras destruidas, dos mil millones arrojados a los cuatro vientos, la pérdida de un imperio colonial, el cruento calvario del Tratado de París; todo lo que hoy nos llega al alma; todo lo que ya lloramos como catástrofe; todo lo que ya gemimos como vergüenza...


El patriota cubano, Juan Gualberto Gómez, nos cuenta una interesante anécdota

Martí vivía en una casita, modesta, pero alegre y limpia, que aún existe: Amistad, número 42, entre Neptuno y Concordia. Una mañana [...] me llevó a almorzar a su casa. Estábamos aún en la mesa, él, su distinguida esposa y yo, cuando sonó la aldaba de la puerta de la calle. Su esposa se levantó y abrió. La saleta de comer estaba separada por una mampara de la sala de recibo, así es que yo no vi al visitante; pero la señora de Martí dijo en voz alta: “El señor que vino hace rato a buscarte, y al que dije la hora a que te podía ver, es el que ha vuelto. Dice que termines de almorzar, pues no tiene prisa y te esperará.” No obstante esto –lo recuerda bien– Martí se levantó y, con la servilleta aún en la mano, pasó a la sala de recibo. Tras breves instantes, volvió a la mesa, y con calma absoluta, dijo a su esposa: “Que me traigan enseguida el café, pues tengo que salir inmediatamente”, y siguió para su cuarto. Yo le vi abrir su escaparate, que estaba frente a mí, pues yo estaba sentado de espaldas a la sala; buscar de una gaveta unas cuantas monedas, llamar a la esposa, a la que dirigió unas palabras que no oí. Servido el café por la sirvienta en esos instantes, vino Martí a la mesa, y de pie sorbió de su taza unos cuantos buches de café, y dirigiéndose a mí me dijo: “Tome su café con calma: usted se queda en su casa, y dispénseme, pero es urgente lo que tengo que hacer”. Me dio la mano, tomó su sombrero y se marchó con el visitante para mí hasta ese momento incógnito. Desde ese día y esa hora, no volví a ver a Martí.

En efecto, tan pronto como salió de su casa, su esposa presa de una gran angustia, me dijo, con ojos llorosos: “Se llevan a Pepe; ese hombre que ha venido es un celador de policía. Yo lo ignoraba”.

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